domingo, 17 de agosto de 2008

El invernadero, de Wolfgang Koeppen

Sebald siempre estaba quejándose de que la literatura alemana de la posguerra obviaba el "problema" nazi, o al menos que no estaba representado con la proyección que la historia merecía. Lo paradójico es que no llegué a Koeppen de la mano de Sebald -cuando leo al austríaco se me terminan olvidando algunas referencias inexcusables y siempre me digo "tengo que buscar algo de ese autor que mencionaba Sebald", y al final nunca lo hago, de hecho no recuerdo haber leído en Sebald alusión alguna a Koeppen aunque estoy seguro de que la hay (y es que no me acuerdo del 99% de lo que leo) y tengo que revisar mi bibiliografía del gran maestro para confirmarlo- sino que he llegado a él de casualidad, ojeando títulos en la biblioteca municipal. Alabado por el afamado crítico Reich-Ranicki en la contraportada del libro en cuestión, El invernadero, Koeppen nació en Greifswald en 1906 y murió en Munich en 1996. Escrito en 1952, El invernadero forma parte de su trilogía novelesca, que se completa con Palomas en la hierba y Muerte en Roma. El libro posee una prosa enigmática y casi fantasmo-existencialista, al borde la locura -para hacernos una idea, a medio camino entre el Faulkner de El ruido y la furia, y el Handke de El miedo del portero al penalty-, Keetenheuve es un parlamentario alemán afincado en Bonn que se enfrenta a sus enemigos y al que intentan apartar del camino electoral ofreciéndole una "suculenta" embajada en Guatemala. La diplomacia obligada, el problema del rearme, la figuración política, la problemática psicológica del protagonista, y el distanciamiento de la política con respecto a la realidad y a los ciudadanos -con edificios ubicados en periferias que asemejan a subciudades del extrarradio lejos de la "contaminación" urbana, conforman un fresco -siempre me ha gustado usar esta expresión, jeje- que finaliza de la peor forma. Muy estimulante -aunque exigente- lectura de lo que es un clásico de la literatura alemana de la posguerra.


"Contempló a su guardia silenciosa, parlamentarios de cráneo alargado, tipos estupendos en los que podía confiar. Leales de los tiempos de la persecución, pero todos ellos receptores de órdenes, una tropa firmes ante el sargento, y Knurrewahn, que ahora estaba arriba, como hombre del pueblo, sin duda, pero arriba, en el círculo de los dioses, cercano al Gobierno e influyente, Knurrewahn escuchaba en vano en busca de una palabra de nostalgia de abajo, de un grito de libertad, de un latido de corazón que viniera del fondo; no se agitaba ninguna fuerza virgen, difícil de someterse a la disciplina, no se sentía ninguna indomable voluntad de renovación, ningún valor para derribar los viejos valores muertos, sus mensajeros no traían eco alguno de las calles y plazas, de ls fábricas y de los altos hornos, al contrario, eran ellos los que esperaban instrucciones, signos de la cabeza, órdenes de Knurrewahn, exigían a la burocracia de partido de las centrales y no eran más que puestos avanzados de esa burocracia, y ahí estaba la raíz del mal, regresarían a sus lugares de provincias y allí anunciarían: Knurrewahn quiere que nos comportemos de tal o cual modo, Knurrewahn y el partido desean, Knurrewahn y el partido ordenan, en vez de que fuera al revés, en vez de que los mensajeros de provincias le dijeran a Knurrewahn el pueblo desea, el pueblo no quiere, el pueblo te manda, el pueblo espera de ti, Knurrewahn... nada. Quizás el pueblo sabía lo que quería. Pero sus representantes no lo sabían, así que hacían como si al menos hubiera una fuerte voluntad de partido."

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